“Anhelo una jubilación tranquila”: las confesiones más sorprendentes de Juan Carlos I el día de su regreso a España. España vivió un «regreso» sin precedentes en su historia, y Juan Carlos I decidió pronunciarse. El exmonarca, exiliado en Abu Dabi, rompió su silencio con una entrevista exclusiva a Le Figaro y revelaciones impactantes en su libro «Reconciliación», donde solicitó la amnistía y lo explicó todo: el dinero saudí, su exilio en Abu Dabi, su papel en la transición de poder en España, su deseo de reconstruir las relaciones con su hijo Felipe VI y un mensaje a Pedro Sánchez. ¿Qué se esconde tras esta estrategia comunicativa? ¿Una despedida simbólica o una maniobra para recuperar el afecto perdido?

Juan Carlos I vuelve a España, pero solo en tapa dura: “Espero tener una jubilación tranquila”.

 

 

 

 

 

El rey emérito, a una semana de publicar sus memorias en Francia, rompe su silencio con una entrevista en el diario Le Figaro y extractos de su libro Reconciliación en el semanario Le Point, en los que escribe su propio indulto y en los que lo explica todo: el dinero saudí; su exilio en Abu Dabi, su papel en la transición española; su deseo de recomponer la relación con su hijo Felipe VI y un mensaje para Pedro Sánchez.

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Carlos I ha vuelto, aunque solo en tapa dura. Exiliado desde hace cinco años en una isla de Abu Dabi, la capital de los Emiratos Árabes Unidos, el monarca que llevó España a una democracia se ha decidido a escribir su redención en unas memorias, Reconciliación, que verán la luz primero en Francia —el 5 de noviembre— y después en el país que reinó.

 

 

 

No vuelve a la Zarzuela, tampoco a Sanxenxo, ni tampoco a las fotografías oficiales de los actos de Estado, sino que lo hace a las estanterías y escaparates de las librerías galas, un país donde su figura todavía suscita más curiosidad que polémica.

 

 

 

Desde Oriente Medio, a más de 5.000 kilómetros de España, el rey emérito ha roto su silencio concediendo una entrevista a Le Figaro, que lo retrata como un anciano que vive rodeado de olivos, en silencio y con el único propósito de corregir lo que considera el relato torcido de su vida.

 

 

Mientras, el semanario Le Point ha adelantado varios de los extractos más jugosos de sus memorias, Reconciliación, el libro que Juan Carlos firma a cuatro manos con la periodista Laurence Debray y que en Francia ya se vende como “la confesión del otoño editorial”.

 

 

En esas páginas, el emérito habla de su exilio en Abu Dabi, del dinero saudí, de su papel en la transición española y de su deseo de recomponer la relación con su hijo, Felipe VI.

 

 

Es, en suma, el regreso de un rey que busca lo que no encontró en palacio: reconciliarse consigo mismo y con su país, por escrito y con tapas duras.

 

 

El relato que se reescribe: Franco y la transición.

 

 

Más que un ejercicio de memoria, el libro y la entrevista son su alegato final. Juan Carlos no se confiesa: se absuelve.

 

“He tenido la sensación de que me han robado el relato de mi vida”, confiesa en una de las frases que mejor resumen el espíritu de Reconciliación.

 

 

No es un lamento espontáneo, sino la declaración de intenciones de un hombre que siente como le ha juzgado su propio país y que ha decidido (al menos intentarlo) recuperar el control de su historia antes de que lo hagan otros.

 

 

En sus palabras queda patente una convicción: si el Estado lo ha exiliado, será la literatura la que logre repatriarlo.

 

La escritura de las memorias, por tanto, se convierten en su forma de crear jurisdicción, una forma de dictar sentencia a su favor.

 

El tono del libro, al menos en los extractos que se han publicado, combina la nostalgia con una cuidada voluntad de justificarse para quedar bien en el retrato final.

 

No hay rabia ni el arrepentimiento, sino la calma medida de quien se juzga a sí mismo y también dicta la sentencia.

 

 

El resultado es un texto que oscila entre la crónica y la defensa. Juan Carlos I se muestra dolido por el desarraigo, sorprendido por la ingratitud y convencido de que la historia lo malinterpretó.

 

El libro está lleno de frases que suenan a testamento político más que a confesión íntima.

 

“Di libertad a los españoles al establecer la democracia, pero nunca pude disfrutar de esa libertad para mí”, escribe, con el mix de orgullo y queja del relato.

 

 

En su revisión de la historia, Juan Carlos I se atreve incluso con un asunto que hasta ahora era tabú: Francisco Franco, a quien presenta como un mentor casi paternal, un hombre que “le daba libertad para actuar” y que le pidió como última voluntad “mantener la unidad del país”.

 

 

“¿Por qué mentir, si fue una persona que me hizo rey, y en realidad me hizo rey para crear un régimen más abierto?”, responde en la entrevista con Le Figaro, cuando el periodista le advierte de que sus palabras provocarán un escándalo en España.

 

 

Nada sobre la represión, los fusilamientos o el exilio de miles de españoles. Sí un recuerdo nostálgico de un periodo del que rescata un credo que hoy suena a explicación involuntaria de su propio silencio cuando los escándalos empezaron a cercarlo.

 

 

“Me enseñó a escuchar, a hablar poco y a medir mis palabras”, recuerda en un libro donde reproduce también las máximas que Franco le repetía: “En una boca cerrada no entran moscas. Se es dueño de lo que se calla y esclavo de lo que se dice.”

 

 

La Transición, en cambio, la reivindica como su gran obra. “Después de cuarenta años de dictadura, di a los españoles una democracia que sigue viva; es mi herencia”, afirma.

 

 

En Reconciliación, el 23-F ocupa un lugar central: el golpe fallido que él presenta como su prueba de fuego.

 

 

“La Corona no puede tolerar en ningún caso a quienes pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático”, repite, citando su mensaje televisado.

 

 

Lo que no menciona es que la figura del general Alfonso Armada, su antiguo colaborador, sigue siendo para muchos el eslabón más incómodo de aquella noche.

 

 

El dinero saudí y la cacería del elefante.

 

 

El capítulo dedicado al dinero es el que más roza la incomodidad. Juan Carlos I no lo esquiva, pero lo convierte en una cuestión de malentendidos y gestos de buena voluntad entre reyes.

 

 

“Fue una equivocación aceptar el regalo”, escribe sobre los cien millones de dólares que recibió del rey Abdalá de Arabia Saudí en 2008, “pero todos los procesos judiciales han sido archivados y nada ha sido retenido contra mí”.

 

 

Reduce así una operación financiera opaca a un gesto de cortesía: “Si los reyes no pueden hacerse regalos, entonces ya no quedan reyes.”

 

 

Esa defensa choca con el eco de las investigaciones en Suiza y con las revelaciones sobre las fundaciones Lucum y Zagatka, que salpicaron a su entorno más cercano.

 

 

La instrucción del fiscal Yves Bertossa demostró que el dinero viajó a través de cuentas suizas y acabó en manos de Corinna Larsen, su entonces compañera sentimental.

 

 

Nada de eso aparece con detalle en las memorias, donde el monarca evita los tecnicismos y recurre al argumento moral: “He sido un servidor del Estado, no un hombre de negocios.”

 

Entre esos recuerdos, también asoma la cacería de elefantes de Botswana, el episodio que precipitó su caída pública.

 

“Fue una imprudencia”, admite. En aquel viaje privado, organizado en plena crisis económica española, sufrió una caída que lo llevó al quirófano y lo obligó a pedir disculpas ante la prensa.

 

 

La fotografía en la que posaba con un elefante muerto se convirtió en símbolo de una monarquía desconectada del país que pedía sacrificios.

 

 

El Juan Carlos que escribe ahora intenta desactivar ese recuerdo con el tono de quien revisa un tropiezo, no una crisis institucional.

 

No hay arrepentimiento, solo distancia. La misma con la que observa su pasado económico: “Mis errores no fueron delitos”, parece sugerir.

 

En el libro, el dinero y la caza funcionan como lo que fueron: la grieta por donde se coló su abdicación.

 

Felipe VI y Sofía.

 

 

La relación con su hijo ocupa un lugar central en la entrevista y en las memorias. Juan Carlos I escribe desde la soledad del exilio, dolido por el distanciamiento con Felipe VI, que, según dice, “por obligación” le ha dado la espalda.

 

 

“Estoy herido por una sensación de abandono”, confiesa. Recuerda que la última vez que hablaron fue cuando ya estaba en el avión rumbo a Emiratos.

 

 

“Le dije que me marchaba a Abu Dabi. Me respondió: ‘Cuídate’. Fue nuestra última conversación durante meses.”

 

 

El emérito intenta proyectar serenidad, pero en cada frase asoma la fractura familiar.

 

“Cuando pienso en ciertos miembros de mi familia para quienes ya no importo, no puedo contener la emoción”, escribe.

 

A Sofía apenas la menciona, aunque Le Figaro recuerda que ella no lo ha visitado en estos cinco años.

 

Con su nieto Froilán, en cambio, convive bajo el mismo techo: “Es el único que me ha acompañado en esta etapa.”

 

 

La distancia con Felipe no es solo personal, también política. El actual monarca ha hecho del silencio su estrategia y de la transparencia su escudo.

 

Renunció ante notario a la herencia de su padre y suspendió su asignación pública, marcando una línea de separación entre ambos reinados.

 

 

Juan Carlos lo sabe y lo lamenta. “Espero tener una jubilación tranquila, renovar una relación armoniosa con mi hijo y, sobre todo, regresar a España, a mi hogar”, escribe, como si esa reconciliación familiar fuera también la condición para su regreso simbólico al país.

 

 

El tono hacia Sofía, en cambio, es distante. Las memorias no hablan de ruptura, pero tampoco de afecto.

 

En su exilio, ella aparece como una figura lejana, disciplinada, que continúa representando a la Corona en actos oficiales.

 

Él, desde Abu Dabi, apenas asoma en público. Entre ambos, una historia de desencuentros que ni siquiera el libro parece dispuesto a revisar.

 

 

El exilio y el Gobierno.

 

 

Juan Carlos I sostiene que su salida de España fue voluntaria, “una decisión personal” tomada “para no entorpecer el trabajo de la Corona ni el ejercicio de su hijo como soberano”.

 

 

Pero su marcha, en agosto de 2020, llegó tras meses de presión política y mediática, cuando el Gobierno de Pedro Sánchez pidió públicamente a la Casa Real “dar un paso al lado”.

 

 

En las memorias, el emérito reformula aquel destierro como un acto de servicio. “Me fui para proteger a la institución y evitarle daños”, escribe.

 

En Le Figaro lo retratan como un anciano de 87 años que vive rodeado de olivos, en una residencia cedida por el jeque Mohammed bin Zayed, con vistas al mar y a miles de kilómetros de su país.

 

“Verse obligado al desarraigo y al aislamiento al final de la vida no es fácil”, admite. “Estoy resignado, herido por una sensación de abandono.”

 

 

Entre sus pocas visitas, solo se menciona a su entrenador personal, a algunos amigos de confianza y a Froilán, el nieto que lo acompaña en su retiro.

 

El tono con el que se refiere al Gobierno es más agrio. Habla de “intentos por desacreditarlo” y de una “voluntad política” de apartarlo del foco público.

 

No cita nombres, pero las alusiones a Pedro Sánchez y al “ambiente hostil” son transparentes.

 

En su relato, la Moncloa y Zarzuela actúan al unísono para mantenerlo lejos, mientras él se presenta como un servidor exiliado que aún espera justicia moral.

 

En Abu Dabi, asegura, vive “con serenidad”, aunque el libro deja ver lo contrario. “No tengo perspectiva ni certezas sobre mi regreso.

 

Me duele España. La echo de menos todos los días”, escribe. En su cabeza, ese regreso se parece menos a una restitución institucional que a un regreso doméstico: volver a casa, cerrar el círculo y, por fin, reconciliarse con un país que ya ha pasado página.

 

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