
Las sacas de noviembre del 36, el terror rojo y la memoria prohibida
El 6 y 7 de noviembre de 1936 comenzaron en Madrid las llamadas sacas: miles de presos políticos, religiosos, militares y simples ciudadanos fueron arrancados de sus celdas y trasladados en camiones a los parajes de Paracuellos del Jarama y del Soto de Aldovea.
Allí, ante fosas improvisadas, fueron fusilados sin juicio ni defensa.
Era el inicio de la mayor matanza de la retaguardia republicana, un genocidio político que pretendía exterminar a quienes no comulgaban con la revolución del Frente Popular.
Mientras en el frente se combatía por el control de la capital, en la retaguardia se desataba el terror rojo.
Las víctimas eran madrileños anónimos, padres de familia, sacerdotes, monjas, militares retirados o muchachos acusados de “fascistas” por haber ido a misa.
Detrás de aquella barbarie hubo un poder político: el Frente Popular, y dentro de él, un nombre que no puede ser borrado de la historia —el Partido Socialista Obrero Español—, que formaba parte de aquel gobierno y dio cobertura al crimen.
La primera gran matanza del siglo XX español
La noche del 6 al 7 de noviembre de 1936 marca el comienzo del horror.
El Gobierno de la República huye de Madrid y deja el poder en manos de una Junta de Defensa, presidida por el general Miaja.
En ese contexto, un joven de 21 años, Santiago Carrillo, recién nombrado consejero de Orden Público, toma el control de las cárceles madrileñas.
Desde esa oficina, según numerosos testimonios y documentos, se organizan las “evacuaciones” de presos que acabarán convertidas en ejecuciones masivas.
Los camiones salían al amanecer de las prisiones de San Antón, Porlier, Ventas, Modelo o Alcalá.
Custodiados por milicianos de las Juventudes Socialistas Unificadas y del Partido Comunista, llevaban a los presos al Jarama, donde los fusilaban en masa. Los cálculos más prudentes hablan de más de 5.000 fusilados entre noviembre y diciembre.
Otros estudios elevan la cifra a más de 8.000 víctimas.
Fueron asesinados obispos, sacerdotes, guardias civiles, falangistas, médicos, abogados, ancianos e incluso niños.
No hubo piedad. Ni una sola de esas vidas fue digna de una autopsia, ni de una palabra de consuelo, ni de una condena posterior.
Solo silencio y fosas.
Carrillo, el verdugo impune
Santiago Carrillo, que décadas después sería blanqueado como “padre de la democracia”, fue en aquel noviembre el rostro del terror.
Como consejero de Orden Público tenía el control sobre las prisiones, las milicias y los transportes.
Nada se movía en Madrid sin su autorización.
Las sacas se hacían con listas oficiales, con sellos y con permisos firmados. No eran ejecuciones espontáneas ni arrebatos de odio: eran operaciones planificadas y coordinadas desde el poder político.
El propio Paul Preston —nada sospechoso de simpatías derechistas— reconoció que “resulta inconcebible que Carrillo no supiera lo que estaba ocurriendo”.
Y si lo sabía, y lo permitió, fue cómplice de crímenes de guerra y de lesa humanidad.
Pero España nunca lo juzgó. Al contrario, lo homenajeó, lo nombró ciudadano honorario y lo enterró como un referente moral.
El PSOE y la responsabilidad moral
El PSOE fue parte esencial de aquel Gobierno que permitió el genocidio.
De hecho, el ministro de Gobernación era Ángel Galarza, dirigente socialista.
Y quien dirigía buena parte de las milicias del “orden público” eran las Juventudes Socialistas Unificadas, creadas por el propio Largo Caballero.
Es decir: no se trató de un exceso comunista aislado, sino de una cadena de mando donde el PSOE tuvo papel decisivo.
Ese mismo PSOE que entonces calló ante los fusilamientos y justificó la violencia como “defensa de la República” es el mismo que hoy gobierna España.
Y lejos de pedir perdón, promueve leyes de memoria que blanquean a los verdugos y condenan al olvido a las víctimas.
El mismo PSOE que en 1936 colaboró con los asesinos de Paracuellos, hoy llama “fascistas” a quienes osan recordar a los muertos del terror rojo.
El olvido impuesto y las consignas del odio
Ochenta y nueve años después, las fosas de Paracuellos siguen siendo una herida abierta.
Miles de cuerpos sin identificar reposan bajo tierra, mientras los que dicen defender la memoria histórica se niegan a nombrarlos.
Ninguna ley, ningún decreto, ninguna placa oficial los honra.
En cambio, se levantan monumentos a quienes empuñaron el fusil contra ellos.
Y lo más obsceno: en las manifestaciones actuales de la izquierda radical se escuchan consignas como “Volveréis como en el 36” o “Arderéis como en el 36”.
¿A quién se refieren? ¿A los miles de inocentes quemados vivos en iglesias, fusilados en Paracuellos, degollados en Torrejón o arrojados a pozos en Toledo y Ciudad Real?
Aquellos gritos no son memoria: son odio.
Son el eco de una izquierda que no ha aprendido nada y que sigue justificando el crimen cuando el asesino es de los suyos.
La memoria que no prescribe
El terror rojo no fue una “respuesta desordenada” a una guerra.
Fue un plan político de exterminio contra el adversario ideológico, ejecutado con la complicidad del Estado y bajo la autoridad de un Gobierno socialista y comunista.
La matanza de Paracuellos fue el Auschwitz del Frente Popular: la culminación de la revolución roja en España.
Y aunque se intente justificar con el contexto de guerra, lo cierto es que muchos de esos crímenes ocurrieron antes de que los nacionales entraran en Madrid, cuando el Frente Popular controlaba completamente la ciudad.
No hay excusa. No hay “contexto” que justifique disparar a reos esposados, fusilar a monjas o arrojar niños a fosas comunes.
Y no hay reconciliación posible mientras los herederos políticos de aquellos verdugos no pidan perdón.
Homenaje a las víctimas
Hoy, en pleno siglo XXI, el silencio de los gobiernos y la cobardía de la derecha han permitido que el relato oficial sea el de los verdugos.
Pero la verdad sigue ahí, enterrada en Paracuellos, en Alcalá, en Vicálvaro, en Torrejón. Cada cruz, cada nombre, cada hueso rescatado es una acusación contra la mentira.
Por eso, este 7 de noviembre no es un día cualquiera: es el aniversario del comienzo del terror rojo, el inicio de las sacas, la fecha en que Madrid se convirtió en matadero.
Rendimos homenaje a las víctimas, no solo con flores y recuerdos, sino con la verdad. Porque recordar no es odiar: es hacer justicia.
El mismo PSOE de ayer y de hoy
El PSOE de 1936 permitió las matanzas. El PSOE de 2025 manipula la historia para borrar a las víctimas y presentarse como adalid de la libertad.
El primero fusilaba en las cunetas; el segundo fusila reputaciones y silencios.
Pero ambos comparten una raíz común: el desprecio por la verdad y la arrogancia de creerse dueños de la moral y del Estado.
España no necesita nuevas leyes de memoria sectaria, sino memoria completa: la de todos.
Y sobre todo, necesita justicia para aquellos que murieron con las manos atadas y el nombre de Dios en los labios, fusilados por los mismos que hoy dicen defender la democracia.
Paracuellos no fue un error. Fue un crimen. Y el silencio del PSOE, ayer y hoy, lo convierte en un crimen continuado.
Recordar a las víctimas del 6 y 7 de noviembre es recordar quiénes fueron los verdugos, y exigir que nunca más vuelvan a gobernar los que hicieron del odio una política de Estado.