El poder miente, la sociedad aplaude: el caso Miguel Ángel Rodríguez y la normalización del engaño .

Miguel Ángel Rodríguez y el triunfo de la mentira: cuando el poder miente y la sociedad aplaude.
En el corazón político de Madrid, donde el poder se mide en titulares y la verdad se negocia en despachos, el caso de Miguel Ángel Rodríguez (MAR) ha dejado al desnudo una realidad inquietante: la mentira no solo ha perdido su capacidad de escandalizar, sino que se ha transformado en mérito político.
Lo que antes era pecado, hoy se celebra y se institucionaliza. La impunidad del engaño ha dejado de ser excepción para convertirse en norma, y el jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso es el rostro más visible de este nuevo paradigma.
La confesión de Rodríguez, admitiendo sin rubor que inventó el mensaje sobre el novio de la presidenta madrileña, no fue recibida con la indignación que cabría esperar en una democracia madura.
El Partido Popular respondió con una frase que retrata una época: “Mentir no es delito”. Pero lo verdaderamente grave no es que no sea delito; lo grave es que ya ni siquiera se considera pecado, ni moral ni político.
El escándalo, que en otros tiempos habría sacudido los cimientos institucionales, apenas duró unas horas.
El PSOE y Más Madrid pidieron su dimisión, las asociaciones de periodistas protestaron, pero la indiferencia mediática y social fue absoluta.
En la España de 2025, la mentira se ha convertido en una herramienta de poder, y Rodríguez es su artesano más rentable.
La derecha mediática lo eleva a la categoría de genio estratégico. Para sus defensores, MAR no es un mentiroso, sino un “viejo zorro” que ha sabido convertir la manipulación en método de gobierno.
Su labor no es informar, sino fabricar relatos útiles para proteger a Ayuso y su círculo, aunque eso signifique pisotear la ética pública y la decencia política.
Las y los periodistas que han denunciado sus bulos han sido amenazados, ridiculizados o ignorados.
MAR no se limita a difundir mentiras: las convierte en armas políticas, proyectando su sombra sobre instituciones, medios y tribunales.
El caso que hoy juzga el Tribunal Supremo —con el fiscal general en el banquillo— nace precisamente de esas falsedades.
Rodríguez mintió al decir que la Fiscalía quiso pactar con Alberto González Amador, el “novio de Ayuso”, un acuerdo que habría sido bloqueado “desde arriba”.
También mintió al ocultar que fue el propio González quien intentó ese pacto para salvarse de la condena.
De esa mentira nació una causa judicial contra quien osó desmentirla. En el juicio, Miguel Ángel Rodríguez declaró como testigo y, según los testimonios, mintió otra vez.
En España, mentir bajo juramento debería tener consecuencias, pero aquí la mentira tiene padrinos y micrófonos.
“Mentir no es ilegal”, repiten los dirigentes del PP, con la misma calma con la que otros confiesan su credo.
Rodríguez incluso se permite justificar sus engaños con un argumento cínico: “Soy periodista, no notario”.
Según su lógica, un periodista no está para decir la verdad, sino para manipularla a conveniencia.
Así ha convertido su oficio en coartada y su impunidad en doctrina. En el Madrid de Ayuso, la mentira no es un baldón, sino un blasón.
No se castiga: se premia con poder. No se esconde: se exhibe como muestra de audacia.
Y esa naturalización del engaño explica por qué nadie exige en serio la dimisión de MAR.
La arquitectura mediática que ha erigido Rodríguez es un ecosistema donde la manipulación es rentable y la verdad, una molestia.
Su manual no se enseña en universidades, pero domina en los despachos. Es el mismo guion que inspira a Trump, a Milei o a los agitadores de la extrema derecha europea: mentir hasta que la mentira parezca una versión legítima de la realidad.
La batalla cultural se libra hoy en ese terreno. La verdad está desarmada. El propio Aristóteles —que definía la verdad como “decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es”— no habría sobrevivido a un debate en Telemadrid.
En cambio, la mentira tiene hoy ejércitos, medios, algoritmos y un público que la consume como entretenimiento.
Lo que hace MAR no es distinto de lo que hacen los aparatos de propaganda del trumpismo: sembrar confusión para neutralizar la crítica.
Mentir se convierte en un gesto de poder porque humilla a la realidad, la somete.
Y cuando la sociedad aplaude al mentiroso, ya no hay democracia: hay marketing con urnas.
En esta guerra civil entre verdad y mentira, las y los mentirosos no se esconden.
Se ríen. Y mientras sigan riendo, todo lo demás arderá en silencio.
El fenómeno no es exclusivo de la política madrileña ni del Partido Popular. Es una tendencia global que ha encontrado en España terreno fértil para crecer.
La mentira se institucionaliza, se celebra y se premia. Los medios que deberían ejercer de contrapoder se convierten en altavoces de la manipulación, y la ciudadanía, anestesiada por la saturación informativa, acepta el engaño como parte del paisaje.
El escándalo dura lo que tarda en aparecer el siguiente titular, y la memoria colectiva se diluye en la vorágine digital.
La impunidad de mentir ha dejado de ser un problema ético para convertirse en una estrategia política.
La mentira ya no es un acto aislado, sino un método sistemático de gobierno.
Se miente para proteger intereses, para neutralizar adversarios, para fabricar consenso.
La verdad, relegada a los márgenes del debate público, se convierte en una carga incómoda.
Quienes insisten en defenderla son tachados de ingenuos o de enemigos del sistema.
El cinismo se impone como virtud, y la honestidad como defecto.
El caso de Miguel Ángel Rodríguez es paradigmático porque revela la profundidad de la crisis democrática.
No se trata solo de un hombre que miente, sino de un sistema que premia la mentira y castiga la verdad.
La política se convierte en un juego de apariencias donde lo importante no es lo que ocurre, sino lo que se cuenta.
Los hechos pierden valor frente a los relatos, y la opinión pública se fragmenta en burbujas de información manipulada.
La normalización del engaño tiene consecuencias devastadoras. Erosiona la confianza en las instituciones, debilita el tejido social y alimenta el desencanto ciudadano.
La mentira, cuando se institucionaliza, destruye los fundamentos de la convivencia democrática.
La rendición de cuentas desaparece, y el poder se blinda frente a la crítica.
Los corruptos son homenajeados, los críticos son ridiculizados, y la impunidad se convierte en el cemento de las instituciones.
La pregunta que surge, ante este panorama, es inquietante: ¿cómo recuperar la centralidad de la verdad en la vida pública? ¿Es posible revertir la tendencia y exigir responsabilidad a quienes mienten de manera sistemática? La respuesta no es sencilla, pero pasa por una regeneración profunda de la cultura política y mediática.
Es necesario reconstruir los mecanismos de control, fortalecer el periodismo independiente y educar a la ciudadanía en el valor de la verdad.
El reto es enorme, porque la mentira ha demostrado ser una herramienta eficaz para conquistar y mantener el poder.
Pero también es una amenaza existencial para la democracia. Sin verdad, no hay deliberación pública, no hay rendición de cuentas, no hay ciudadanía informada.
La mentira, cuando se convierte en norma, destruye la posibilidad misma de la política como espacio de encuentro y de diálogo.
Miguel Ángel Rodríguez, con su cinismo y su audacia, ha puesto el espejo ante la sociedad española.
La pregunta ya no es por qué miente, sino por qué se le permite mentir sin consecuencias.
La indiferencia social y mediática es el síntoma más preocupante de la crisis. Si la mentira deja de escandalizar, si se celebra y se premia, la democracia está en peligro.
El futuro dependerá de la capacidad colectiva para recuperar el valor de la verdad y para exigir responsabilidad a quienes la pisotean. Es una tarea que implica a todos: partidos, medios, instituciones y ciudadanía.
La democracia no puede sobrevivir en un ecosistema donde el engaño se premia y la honestidad se castiga.
Es hora de romper el ciclo de la impunidad y de reconstruir una cultura política basada en la transparencia, la ética y el respeto a los hechos.
La batalla entre verdad y mentira es, en última instancia, la batalla por el sentido mismo de la democracia.
Mientras los mentirosos sigan riendo y la sociedad siga aplaudiendo, todo lo demás arderá en silencio.
Pero aún queda espacio para la esperanza: la indignación puede convertirse en acción, la crítica en cambio, y la verdad en bandera de una regeneración democrática que devuelva el poder a la ciudadanía y la dignidad a la política.