Un periodista revela que tuvo el correo clave antes que el fiscal general: “Es inocente”.

El reciente juicio que se sigue contra el Álvaro García Ortiz —fiscal general del Estado— por la presunta revelación de secretos en el caso del empresario Alberto González Amador ha provocado escenas inusuales en una sala de lo más solemne: periodistas testificando sobre sus fuentes, correos filtrados, pantallazos, llamadas y un debate intenso sobre ética, poder y prensa.
El episodio más llamativo quizás fue cuando un redactor declaró que llevaba 22 años en la profesión sin que García Ortiz le hubiera pasado jamás “un papel”, y que ahora vive “un dilema moral bastante gordprecisamente porque conoce la fuente. Esa confesión, pronunciada en el estrado, sacudió el sentido común.
El núcleo del litigio es un correo electrónico fechado el 2 de febrero de 2024 enviado por el abogado de González Amador en el que se ofrecía al fiscal un pacto de conformidad tras el reconocimiento de dos delitos contra la Hacienda Pública.
Esa comunicación, y su posterior filtración, se convirtió en el desencadenante del conflicto: ¿quién tuvo primero el correo? ¿Quién lo filtró? ¿Cómo llegó a los medios antes de que lo señalara el órgano competente? Un periodista lo resumió así.
“El correo lo tengo; la fuente lo avala; pero no lo puedo exhibir porque la fuente me lo prohíbe”.
En efecto, el testigo explicó que recibió documentación tripartita el 6 de marzo: expediente tributario, denuncia y el correo del 2 de febrero.
Pero subrayó que, aunque lo tenía y podía afirmar su autenticidad, tenía instrucciones de no publicar el pantallazo.
“Lo tengo, pero no lo puedo exhibir”, precisó. La explicación que dio es que había que “atar todos los detalles” antes de publicar, pues la información era muy voluminosa y había que comprobar sociedades, nombres, relaciones.
Ese margen de tiempo fue utilizado por la Fiscalía para emitir una nota de prensa el 14 de marzo, en la que se contradecía la versión inicial del diario El Mundo y afirmaba que la oferta de conformidad no partió de la Fiscalía, sino de la defensa de González Amador.
En ese momento, el empresario declaró que “pasé a ser el delincuente confeso del Reino de España” y que “el fiscal me mató públicamente”.
Mientras tanto, la prensa enfrenta su propio dilema. Tal como lo resumió el testigo: “Tengo un dilema moral bastante gordo… porque sé quién es la fuente de esta historia… pero no la voy a decir por secreto profesional.
Una cosa es no decirla; otra muy distinta es amenazar con quién la sabe.”
En esas palabras se condensan dos realidades: por un lado, el periodismo de investigación, por otro, la fragilidad del sistema cuando la información se difunde sin control y sin que los mecanismos institucionales puedan seguir el ritmo.
Otro fragmento relevante de la declaración muestra el entramado de llamadas y mensajes: registros telefónicos entre las 21:56 y 22:05 de la noche del 13 de marzo donde aparecieron “cinco conversaciones” rápidas entre distintos implicados.
Mensajes de WhatsApp que decían: “Tenemos que sacar la nota ya”, “Nos están dejando como mentirosos”, “Apaga el teléfono, no respondas esta noche”. Esa noche se publicó una noticia en La Sexta que reproducía el contenido del WhatsApp, y poco después lo hizo El Mundo.
El testigo no ocultó que se sintió presionado: “Cuando al jefe de gabinete de la Comunidad de Madrid le dice a una periodista ‘vais a tener que cerrar’, como responsable de una redacción me lo tomo en serio”.
Esa frase resume cómo el entorno político ejerció presión sobre los medios al mismo tiempo que se filtraba la información.
Desde el punto de vista institucional, lo relevante es que este procedimiento es el primero en la historia reciente en el que un fiscal general del Estado en activo es llevado a juicio por revelación de secretos.
El contexto político es inevitable: la pareja de Ayuso, la Comunidad de Madrid, el pacto con Vox, la fiscalía, los medios… todos confluyen. Pero lo que ha dejado el tribunal hasta ahora es una imagen poco habitual: periodistas que avalan tener la información antes que el órgano judicial, fuentes que reclaman anonimato, pantallazos que no se publican y filtros que se activan antes de que los hechos sean oficiales.
La pregunta que queda colgada en el aire es: si la información relevante ya estaba en manos de periodistas, por qué tardó el proceso judicial en actuar o por qué la nota de prensa no fue emitida antes o con otro tono.
¿Fue fallo de la fiscalía? ¿Fue estrategia? ¿Fue manipulación mediática? El artículo de Ara señala que la prensa ya publicó el 13 de marzo a las 21:59 una versión errónea de los hechos que se adelantaba al contenido real del correo del 2 de febrero.
Es cierto que la defensa de García Ortiz sostiene que no hubo filtración desde su cargo, ya que la información ya circulaba en los medios.
No obstante, según fuentes judiciales, el hecho de que el jefe de gabinete de la presidenta madrileña —Miguel Ángel Rodríguez— admitiera luego haber divulgado una versión sesgada multiplica las hipótesis.
El proceso continúa. Más testigos serán llamados, más documentos examinado, más correos contrastados.
Pero queda claro que lo que comenzó como una causa técnica de presunta revelación de secretos se ha convertido en un escenario híbrido donde prensa, poder judicial y política se entrelazan de manera visible.
Un periodista lo resumió con crudeza: “No vivo de la política; vivo de mi reputación profesional”.
Y ante ello, señala, que “cuando se llama mentirosos a periodistas se está jugando con nuestra reputación… y se está jugando con nuestra única arma, la credibilidad”.
El desenlace podrá contener una sentencia penal, pero la verdad que emerge no se limitará a esa sala de vistas.
Puede que tras el juicio quede un precedente institucional y mediático: que el acceso a la fuente y el momento de publicación tienen tanto peso como el expediente que se juzga.
Y que, en ese juego, la línea entre informar, manipular o ser manipulado se vuelve inquietantemente borrosa.